Reconocer al otro como persona

La comunicación digital lleva a la construcción “virtual” del semejante y favorece la polarización

Vivimos en una época signada por tecnologías que impactan sobre nuestras subjetividades y sobre las formas en que percibimos a los otros. Así como son innegables los aportes de las TIC en educación, salud, vida urbana, economía, acceso a la información y servicios, gestión del conocimiento, revitalización de redes personales y -entre tantos otros aspectos- en la participación y control ciudadano de los actos de gobierno, no puede dejar de advertirse las eventuales amenazas vinculadas a la naturaleza incontrolable de los flujos informativos.

Un ejemplo de esas advertencias puede hallarse en el El Manifiesto Onlive. Ser humano en la era de la hiperconexión, de la Comisión Europea (https://goo.gl/Tzfzy6 ), donde se señala la preocupante dilución entre realidad y virtualidad, así como la necesidad de proteger nuestra capacidad de atención.

Las TIC están superando su carácter de instrumentos potenciadores de nuestras capacidades de información y comunicación para constituirse en configuradores de nuestras vidas. Basta solo observarnos atrapados por el celular, desconectados de nuestros entornos tangibles y enrolados en un exhibicionismo sin precedentes. La situación es más preocupante entre los más jóvenes, dado que ellos carecen de defensas frente a una adicción instalada en una fantasía generalizada de libertad individual y autonomía.

Por otra parte, sus formas de apropiación masiva impiden conocer las consecuencias. Entre ellas mencionamos el destino de nuestros datos así como su manipulación. Son procesos múltiples de gran complejidad dominados por intervenciones tecnológicas y de negocios que escapan al conocimiento de la mayoría. Fácilmente cliqueamos un “Me gusta” sin hacernos cargo -o sin que nos interese- de cómo quedamos incrustados en esos procesos. Nos habituamos a eso porque las tecnologías están diseñadas para ser utilizadas intuitivamente, y porque nos son muy útiles. De este modo quedamos atrapados en la construcción y potenciamiento de nuestro Gran Hermano digital, mediante la entrega gustosa de la propia información debido a nuestros impulsos internos de extroversión inducida.

Otro efecto inquietante es la precaria percepción del “otro”. El “yo” narcisista”, en la virtualidad, se encuentra principalmente consigo mismo y con los que considera trivialmente sus pares o afines. Lo real, en estas circunstancias, se desvanece. Tendemos a dispersarnos en relaciones cada vez más pasajeras (por ejemplo, los “amigos” de las redes sociales), ansiosos por ser aceptados por esos “pares” que ni siquiera conocemos, por lograr una popularidad cuantificable en las redes con los números del “Me gusta”. Quedamos así limitados a espacios de supuestas afinidades, sin siquiera intentar alguna aproximación a la lógica de los “otros”. De este modo, vamos construyendo los perfiles de “amigos” y desechando los que no son como nosotros, proyectando sobre ellos imágenes negativas de lo que nos asusta, en claros procesos de estigmatización. Basta con ver mucho de lo que circula en las redes y en los medios. El odio alimenta esa estigmatización que se potencia cuanto más densos o concentrados son los grupos polarizados. Las redes y los medios masivos de comunicación terminan siendo ideales para fortalecer esos odios de manera despreocupada y, muchas veces, anónima. Sobre estos escenarios se dan debates donde cada cual puede emitir opinión, valiendo ella tanto como la de cualquier experto, y donde lo que vale es lo dicho hoy, como si las supuestas verdades no requerirían de tiempos de indagación.

Así se suelen tomarse posiciones firmes y enfrentadas sobre asuntos no sustanciales que distraen la atención de la gente y la llevan hacia lo inconsistente. La violencia entre sectores opuestos crece de un modo “proteico”, al decir filósofo surcoreano Byung Chul Han, mutando de lo visible hacia lo invisible, de lo frontal hacia lo viral, de lo directo a lo mediático, de lo real a lo virtual. En estas confrontaciones, cuyo escenario privilegiado es el político, el objetivo de esta construcción “imaginaria” del “otro” pretende su destrucción simbólica sin siquiera intentar alguna aproximación a su realidad. En este proceso de estigmatización, el “otro” queda deshumanizado y convertido en un foco de proyección de características negativas, producto de los miedos o prejuicios. En su libro Estigma, el antropólogo Erving Goffman señala, por ejemplo, cómo a los ciegos se les grita como si fueran también sordos condensando en ellos incapacidades que no tienen.

Reconocer al “otro” como “persona” y no como proyección imaginaria puede ser una salida a este encono que nos divide. Las TIC podrían dar su aporte si facilitan la percepción de la multiplicidad de perspectivas con información de valor equivalente. Pero, fundamentalmente, se necesita el “cara a cara” para que la proyección negativa no sea tan fácil de formular como en las redes, y también para identificar opiniones no capturadas en la polarización, nuevos temas sobre los que indagar, en espacios pequeños donde la opinión del grupo no sea lo dominante, encuentros entre individuos que quieren conversar para reconocer a los otros como personas reales, con sus problemas reales. En suma, éste podría ser uno de los hilos para desenredar la madeja.

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