Por Diego Gantus | Ilustración: Lucho Galo
La pandemia puso en agenda una discusión política que viene desde hace rato, Estado Vs. Mercado. Diferentes reflexiones vaticinan la victoria de uno o del otro, mientras tanto, la vida social no se vale de grises.
Abro un navegador. Leo diarios argentinos. Abro otra pestaña, e ingreso a Twitter; leo informes y diarios del extranjero. Abro otra pestaña, e Instagram me recibe con un aluvión de memes. “El triunfo del Estado” es la lectura casi ecuánime. “El mercado no te salva”. Hay reacciones opuestas, claro está; son los mismos sospechosos de siempre. No lo leo como una victoria. No debiéramos hacerlo.
EL PASADO
Estado, capitalismo y burocracia son artefactos modernos. En “Economía y Sociedad”, Max Weber apuntó como nadie los nexos existentes entre estos términos en clave histórica y conceptual. La búsqueda de eficacia, eficiencia y economía (de escala) tanto en el ejercicio de la dominación política como en la dominación económica, está en la base de la paulatina expropiación de medios de administración, para concentrarlos en manos del Príncipe-Rey; del mismo modo, en la paulatina expropiación de medios de producción, para concentrarlos en manos del empresario capitalista (Weber, 1964).
El modo de producción capitalista divorció la dominación política de la dominación económica. Pero no fue la única ruptura. En su ascenso hacia la conquista del poder político y su posterior ejercicio, la burguesía emparejó la cancha, divorciando el ejercicio del poder de su adjetivo más temido: absoluto. Thomas Hobbes se revolvía en su tumba, al compás del “No taxation without representation”.
Estos dos divorcios definen la naturaleza de una tensión que es constitutiva del origen y la evolución del Estado y el Mercado como principios ordenadores de la vida social. Como bien señala Norbert Lechner (1992), “los mercados”, para su funcionamiento, necesitan de un tipo de orden que el propio Mercado no está en condiciones de proveer. Ese orden, de mínima, debe asegurar la integridad física de las personas y la integridad jurídica de los derechos de propiedad. Para hacerlo, y hacerlo con grados razonables de eficacia, eficiencia, y aprovechando las economías de escala que la provisión centralizada de esos bienes públicos permitía, el Estado podía gravar a sus constituyentes.
Hasta el fin de la segunda revolución industrial, la esfera política (pública, estrechísima) y la económica (privada, harto amplia) se reforzaron mutuamente en sus también artificiales autonomías. La era de oro del Liberalismo (económico, pero también político), es la del triunfo y posterior consolidación de la burguesía como clase dominante, a la salida de las revoluciones del siglo XVII, pero fundamentalmente, de “las dos grandes”, de fines del siglo XVIII. Esa pax liberal, ni remotamente próxima a la idea teórica del Estado mínimo, duró apenas un siglo. El siglo que vio la unificación estadounidense post Guerra Civil, la unificación de “las italias”, de “las alemanias”, entre otras consolidaciones del Estado Nacional tal y cómo lo conocemos hoy. Porque desde fines del siglo XIX en adelante, todo fue a contramano.
Procesos de larga duración, contemporáneos, se combinaron y retroalimentaron para presionar sobre esa aquella aparente armonía. El cambio tecnológico y la aceleración del ritmo de la inversión que hace posible la acumulación capitalista, explican muchos de ellos de manera directa o indirecta. Las migraciones masivas del campo a la ciudad en búsqueda de asegurar la supervivencia propia; la virulenta irrupción de la cuestión social y la incipiente organización del movimiento obrero; el reformismo social y el movimiento sufragista, y su correlato organizacional en clave de partidos políticos de masas, son todos emergentes que arrojaron, con sus peculiaridades, dos resultados sólo aparentemente contradictorios para la filosofía política del siglo XIX: la salvación del capitalismo (y no su ruina, como temía la burguesía en el cambio de siglo), a partir de la ampliación de la esfera pública (y no de su reducción, como temía el proletariado). Democracia, y más Estado (no menos), vinieron a salvar al mercado.
La curva de intervención del Estado en nuestra vida económica y social es representada por una pendiente de 45° entre 1870 y 1970. Se explica por el sinnúmero de cuestiones socialmente problematizadas, al decir de Oszlak y O’Donnell, que dejaron de ser entendidas como pertenecientes al ámbito de lo privado (y por ende, que cada quien se arregle), y pasaron a ser entendidas crecientemente como públicas (y por ende, pasibles de ser abordadas con recursos estatales -entre todos-). Así como creció la curva de la intervención, lo hizo en proporciones semejantes la extracción de recursos de la economía (hogares y empresas) por parte del Estado.
Las tendencias reseñadas se ensucian con el estallido de la IGM, la posterior crisis de 1929’-32’, y la IIGM. Pero se ensucian “hacia arriba” (se agudizan, no se detienen ni retroceden). Y a la salida de la II posguerra, el mundo como un todo registrará el período de más alto crecimiento sostenido del que tengamos registros. Entre 1950 y 1980, de acuerdo con el trabajo de Summers, Kravis y Heston (1984) basado en datos del Banco Mundial, las economías desarrolladas crecieron a un ritmo promedio anual de 4.1%, las del llamado “tercer mundo” al 4,65%, y las economías “planificadas” al 5.4%. ¿Qué explica esta nueva y artificial armonía? En opinión de Offe, Democracia Competitiva de Partidos, y Estado de Bienestar (Offe, 1982).
Desde los 40´ con mayor intensidad, el crecimiento de la intervención del Estado en la economía y en la vida social era vista con preocupación por economistas que consideraban que una intervención estatal (medida como % del gasto público/PBI) que creciera por encima de lo que crece la cantidad de dinero de una economía, era necesariamente inflacionaria. La inflación era, y para muchos sigue siendo pese a toda la evidencia en contrario, un fenómeno monetario. Un problema adicional lo representaba la Burocracia. Asumiendo que “algún Estado” era mejor que “ningún Estado”, en ausencia de una medida de cálculo para establecer la eficiencia de su desempeño (función que representa el lucro en las organizaciones privadas), la recomendación era una sola: tener el Estado más pequeño posible (Von Mises, 1944).
A inicios de los 80´, la formidable expansión del Estado, y el crecimiento de los niveles materiales de vida de todo el globo, llegó a su fin. Al asumir con dos dígitos de inflación anual por segundo año consecutivo (algo inédito en la historia económica de su país), un 21 de Enero de 1981, Ronald Reagan comenzaba su discurso inaugural diciendo: “En esta crisis actual, el Estado no es la solución a nuestro problema. El Estado es el problema”. Que la segunda premisa de la frase sea una falacia, no debería negar la verdad implícita en la primera: el Estado había sido, de mínima, parte de la solución durante el siglo XX, que con lucidez Woodrow Wilson designó, en sus albores, como el “Siglo del Estado Administrativo”.
¿Qué explica ese freno tan abrupto? Aldo Isuani (1993), explora tres hipótesis, y las contrasta con los datos disponibles. La primera, que la causa inmediata (la inflación que erosiona los niveles de inversión que hacen posible la acumulación capitalista) se explica en virtud de los niveles impropios de gasto público (causa mediata). La segunda, que la causa inmediata (la erosión de los niveles de inversión que hacen posible la acumulación capitalista) se explica en virtud de los niveles impropios de redistribución del ingreso (causa mediata). La tercera, finalmente, que la causa inmediata (la inflación que erosiona los niveles de inversión que hacen posible la acumulación capitalista) es la estrategia capitalista (causa mediata) elegida para disciplinar a la fuerza de trabajo en condiciones de pleno empleo (en los que la recesión y el desempleo no formaban parte del conjunto factible).
Los datos sólo son consistentes con esta última hipótesis. El nivel de gasto público e inflación ni siquiera correlacionan en los países que integran la muestra. Adicionalmente, si bien los pisos materiales de vida de los trabajadores crecieron durante el período de manera incomparable, también lo hizo la rentabilidad empresaria hasta mediados de los 70. En buen romance, el reparto de la torta, se mantuvo constante; lo que creció mucho fue la torta.
Y es tan concluyente la evidencia respecto a que, en ese crecimiento de la torta, el papel del Estado fue central para hacerlo posible, que cuesta creer cómo escuelas de economía y organismos internacionales pudieron tener, nuevamente, tanto predicamento en los 70´, si desde los 40´ fracasaron año a año en pronosticar la fecha de un siempre inminente acabose. La historia que sigue es más conocida.
EL PRESENTE
En un debate hiper-ideologizado, como bien reconoce Lechner (1992), lo único que debería quedar claro es que lo que discutimos es “un nivel de grises”. El “Estado total”, así como el “Estado mínimo” que sólo garantiza la vida de las personas y los intercambios, son dos creaciones de nuestra mente. No han existido, ni existirán. Lo que estamos discutiendo o lo que deberíamos discutir, es otra cosa.
Hoy día, en tiempos de pandemia, celebramos las declaraciones de Macron, y las nacionalizaciones a plazo del premier irlandés Varadkar. Nos rompemos las manos aplaudiendo la editorial del Financial Times del viernes 3 de abril (“Virus pone al descubierto la fragilidad del contrato social”). En todo el globo, con más o con menos, los hogares y las empresas han acatado la imposición de normas propias de un estado de excepción; pero también, los paquetes de ayuda y estímulo a esos mismos hogares y empresas. Un cierto silencio reina, salvo las excepciones aludidas al inicio de esta pieza, del otro lado del mostrador. Pero esto ya lo hemos vivido. Como cada vez que las papas quemaron.
Como cada vez que un Estado salió al rescate de una gran empresa, un sector de la industria, o una economía toda. Como ocurrió a partir de 1932; como ocurrió a partir de 2008. Como ocurre todo el tiempo, si uno sabe mirar. Y en medio de esas victorias, de ese entusiasmo inicial porque el péndulo vaya a moverse en la dirección opuesta a la que tomó en la década de 1980, un cierto desánimo nos termina invadiendo.
En un soberbio libro que está disponible en español, Barry Bozeman ejemplifica su argumento (“Todas las organizaciones son públicas”, 1998) contando la historia de la industria aero-espacial en los EEUU. Una industria que nace, y evoluciona hasta el presente, sólo a partir de la intervención del Estado (creando industrias, financiando investigación, subsidiando, cediendo locaciones, rescatando financieramente cuando hace falta, como a la Lockheed-Martin en 1971). Son siete empresas, que controlan el 80% del gasto de Defensa. Y mucho más también.
Mariana Mazzucato, italiana residente en Londres, en un trabajo más reciente, pero en la misma clave («El Estado Emprendedor. Mitos del sector público frente al privado”, 2013), pone de manifiesto que la innovación, esa que “cambia” nuestras vidas de manera radical y para siempre, no sólo es promovida, financiada, sino llevada directamente a cabo por el Estado en sus etapas iniciales y decisivas.
Si hubiera dependido sólo de los incentivos que generan los mercados, esas industrias (desde la producción de aviones, misiles, transbordadores, internet, Apple, mucho de la industria farmacéutica, entre otras) no hubieran existido. Nada de esto es información para iniciados; está a la vista. La evidencia es abrumadora.
EL FUTURO
En la década de 1980, lo que se desató fue el aumento de la concentración y de la desigualdad. Sus niveles actuales son escandalosos. Los defensores a ultranza de la superioridad de la lógica del mercado para asignar recursos respecto de la lógica extra-mercado (la propia de la política, del Estado), lo saben perfectamente. Y aun así no descansan.
En una disputa diferente, están implicados los grandes pensadores de urgencia; siempre listos para dar el próximo batacazo, imponer el nuevo genérico, o para delinear como será ese futuro que ya llegó, hace rato (al igual que el libro sobre la pandemia de Zizek). Se abalanzan sobre los cambios y las transformaciones que serán, que pueden ser, que tal vez; con la misma convicción de siempre. Auguran que las cosas seguirán como hasta ahora; que podrá cambiar algo, pero no tanto, que nada será igual. El repliegue de la Globalización, el “renacer” del Estado Nación, y todo lo que cae en el medio. No debemos distraernos.
Cada decisión pública que afecta o puede afectar el nivel de grises imperantes, será disputada ni bien retornemos a nuestras aulas, nuestros trabajos, a nuestras calles. Ninguna de las que son necesarias y urgentes para sacar de la pobreza y la indigencia a porciones significativas de la población mundial están ya garantizadas. Como siempre, nos costará sangre, sudor y lágrimas.
Los defensores del status-quo no descansan, tampoco debemos hacerlo quienes creemos que un Estado inteligente y capaz es la primera línea de defensa contra una existencia indigna. No hemos ganado nada. Cada centímetro, en todos los ámbitos en que esta disputa se juega, debe defenderse con toda la inteligencia y convicción de la que somos capaces. En ello, queda demostrado también una vez más, por si hiciera falta, nos va la vida.
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