La confianza de los ciudadanos en sus gobiernos está en crisis
Para recuperar la valoración positiva, las administraciones deben atender la exigencia social de apertura, participación cívica y rendición de cuentas.
Un reciente libro llamó mi atención desde su título: Good Enough for Government Work. Algo así como “suficientemente bueno por tratarse de un producto o una tarea realizados por el gobierno”, dando a entender que si ese era su origen, no podía esperarse nada mucho mejor. El subtítulo, que traduzco libremente, corroboraba su sentido crítico: “la crisis de la reputación pública en los Estados Unidos”. Según el libro, la enorme mayoría de los ciudadanos de ese país tiene una percepción muy negativa del gobierno y considera que es despilfarrador, ineficiente y poco apto para administrar programas y proveer de servicios públicos.
Curiosamente, el título del libro corresponde a una vieja expresión que, con el tiempo, adquirió un sentido inverso al original. Durante la Segunda Guerra Mundial, la frase no solo no tenía un sentido derogatorio, sino que representaba el alto grado de excelencia establecido por la mayoría de los niveles de gobierno, especialmente en la producción militar para la guerra. Además, trabajar para el gobierno suponía tener una profesión muy prestigiosa y la confianza en su desempeño era un valor socialmente compartido. Con el tiempo, ese prestigio y esa confianza se fueron desvaneciendo, cosa que el mencionado libro trata de explicar.
El principal argumento de su autora, Amy E. Lerman, es que, además de tratar de mejorar su eficiencia y eficacia, el gobierno tiene una tarea crítica: desterrar la creencia de que el sector público está atascado en su incompetencia. Advierte que las percepciones negativas son altamente resistentes al cambio, porque tendemos a percibir el mundo de modo tal que se confirman nuestros estereotipos negativos sobre el gobierno, aun frente a nueva información en contrario. Y entonces suele ocurrir que aquellos que optan por servicios privados (educativos, de salud, de seguridad), terminan favoreciendo la reducción de la calidad objetiva de las prestaciones públicas. Así, las creencias ciudadanas sobre la calidad del gobierno se convierten, rápidamente, en profecía autocumplida.
No creo que este sea el principal problema. Desde la época del presidente Kennedy, en que la confianza en el gobierno se ubicaba en un 80%, hasta el actual nivel de apenas un 20%, la caída ha sido dramática. Años atrás, analicé en mi libro Gobernar el imperio: los tiempos de Bush, algunas de las falencias y excesos del gobierno estadounidense. Observé la menguante vocación de las nuevas generaciones por convertirse en funcionarios estatales. Comprobé la desmedida privatización de servicios mediante la contratación de empresas altamente concentradas, cuya dotación agregada era incluso superior a la del gobierno federal. Registré que el estado de California encerraba más prisioneros que Francia, Japón, Alemania, Gran Bretaña, Holanda y Singapur juntos, y que muchas de sus cárceles eran privadas. Me enteré de que los grupos de presión gastaban 7 millones de dólares por día en intentar orientar las políticas gubernamentales en beneficio de sus miembros; o de que solo en 2005, el Pentágono envió a 36.000 militares y personal civil a participar en 6600 conferencias en el mundo, a un costo de casi 80 millones de dólares.
No es fácil contrarrestar con la prédica el deletéreo efecto combinado que estos y otros procesos generan en la opinión pública, ni lo resuelve el marketing político o una feliz estrategia comunicacional. Para colmo, la instalación de esta visión negativa en la percepción ciudadana impide descubrir los bolsones de excelencia que, sin duda, existen tanto en el sector público de EE.UU. como en el de los de los países del mundo menos desarrollado.
En América Latina y el Caribe, el 75% de los ciudadanos reconoce tener poca o ninguna confianza en el gobierno. A pesar de los enormes progresos en la digitalización del sector público, todavía se necesitan invertir más de 5 horas para completar un trámite con la administración pública, con extremos de 2 horas en Chile y 11 en Bolivia. Un 30% de los latinoamericanos admite haber pagado un soborno para acceder a un servicio público. Sobre todo la gente de menores ingresos, que es la que más evita hacer un trámite. Mientras el 42% de las personas con estudios universitarios hace al menos un trámite al año, solo lo hace en promedio el 16% de la población, lo que invita a pensar que los programas públicos pueden no llegar a todos los potenciales beneficiarios.
Si bien la visión ciudadana acerca de sus gobiernos se forja, en parte, en los contactos que cada individuo establece como usuario de servicios, contribuyente o votante, muchos otros factores al margen de un pobre desempeño institucional, también contribuyen a construir una negativa imagen colectiva: shocks de alto impacto global, extrema polarización política, creciente desigualdad o declinante movilidad social. El deterioro de la economía es, también, un factor coadyuvante. Según datos del Latinobarómetro, entre 2009, cuando aún se vivía el boom económico, y 2018, año de crisis, los niveles de aprobación gubernamental en la región cayeron de un 60% a un 32%.
Se aduce que confiar en el gobierno es en el propio interés ciudadano, porque cuanto mayor es la confianza, mayor la disposición a invertir y gastar, que es lo que mueve la economía. También promueve una conducta fiscal honesta y un cumplimiento más estricto de las normas. Pero todo indica que esa confianza está en crisis en todas partes y los gobiernos han sido en buena medida responsables de esa debacle. La desconfianza ciudadana supone vulnerabilidad personal frente a la incertidumbre acerca del futuro comportamiento gubernamental. No hay certezas y, por lo tanto, es lógico esperar que la desconfianza aumente.
Confiar en el gobierno es apostar a que sus futuras acciones faciliten y mejoren nuestro vínculo con sus instituciones; a recibir mejores servicios y prestaciones y a que promuevan el bienestar colectivo. Pero esa confianza no puede ser solo un reflejo pasivo de lo que decida hacer el gobierno para generarla. En la era de la información y las redes sociales, la ciudadanía se está convirtiendo en protagonista frente a su agente, el gobierno, para exigirle de mil formas -sobre todo a través de la movilización social- que haga lo necesario para merecer su confianza,.
Las protestas ocurridas en Chile, Bolivia, Ecuador, Colombia y Haití, además de las registradas antes en Honduras, Perú, Venezuela y Nicaragua -sin importar el signo político del gobierno-, hablan a las claras de que la ciudadanía dejó de ser una masa pasiva y manipulable. Sea por la creciente desigualdad, por la escasez, por la corrupción o los abusos del poder, la sociedad civil reclama a sus gobiernos por la falta de adecuada respuesta a sus demandas. “Sorprende que el malestar tardara tanto en manifestarse”, opinó Joseph Stiglitz. Y todo augura que ese clima de hastío frente a la inequidad, el subdesarrollo y la ingobernabilidad se disipará solo cuando los gobiernos comprendan que la exigencia de apertura, participación cívica y rendición de cuentas, propia de una sociedad abierta y democrática, no es una moda propiciada por los académicos, sino una filosofía de gestión pública que deberán adoptar y respetar; y que la movilización ciudadana y la acción de sus organizaciones sociales llegaron para quedarse.
El día que los gobiernos lo comprendan y actúen en consecuencia la frase “suficientemente bueno por tratarse de un producto o una tarea realizados por el gobierno” probablemente recuperará su sentido primitivo.
La confianza de los ciudadanos en sus gobiernos está en crisis
La confianza de los ciudadanos en sus gobiernos está en crisis
La confianza de los ciudadanos en sus gobiernos está en crisis
Para recuperar la valoración positiva, las administraciones deben atender la exigencia social de apertura, participación cívica y rendición de cuentas.
Un reciente libro llamó mi atención desde su título: Good Enough for Government Work. Algo así como “suficientemente bueno por tratarse de un producto o una tarea realizados por el gobierno”, dando a entender que si ese era su origen, no podía esperarse nada mucho mejor. El subtítulo, que traduzco libremente, corroboraba su sentido crítico: “la crisis de la reputación pública en los Estados Unidos”. Según el libro, la enorme mayoría de los ciudadanos de ese país tiene una percepción muy negativa del gobierno y considera que es despilfarrador, ineficiente y poco apto para administrar programas y proveer de servicios públicos.
Curiosamente, el título del libro corresponde a una vieja expresión que, con el tiempo, adquirió un sentido inverso al original. Durante la Segunda Guerra Mundial, la frase no solo no tenía un sentido derogatorio, sino que representaba el alto grado de excelencia establecido por la mayoría de los niveles de gobierno, especialmente en la producción militar para la guerra. Además, trabajar para el gobierno suponía tener una profesión muy prestigiosa y la confianza en su desempeño era un valor socialmente compartido. Con el tiempo, ese prestigio y esa confianza se fueron desvaneciendo, cosa que el mencionado libro trata de explicar.
El principal argumento de su autora, Amy E. Lerman, es que, además de tratar de mejorar su eficiencia y eficacia, el gobierno tiene una tarea crítica: desterrar la creencia de que el sector público está atascado en su incompetencia. Advierte que las percepciones negativas son altamente resistentes al cambio, porque tendemos a percibir el mundo de modo tal que se confirman nuestros estereotipos negativos sobre el gobierno, aun frente a nueva información en contrario. Y entonces suele ocurrir que aquellos que optan por servicios privados (educativos, de salud, de seguridad), terminan favoreciendo la reducción de la calidad objetiva de las prestaciones públicas. Así, las creencias ciudadanas sobre la calidad del gobierno se convierten, rápidamente, en profecía autocumplida.
No creo que este sea el principal problema. Desde la época del presidente Kennedy, en que la confianza en el gobierno se ubicaba en un 80%, hasta el actual nivel de apenas un 20%, la caída ha sido dramática. Años atrás, analicé en mi libro Gobernar el imperio: los tiempos de Bush, algunas de las falencias y excesos del gobierno estadounidense. Observé la menguante vocación de las nuevas generaciones por convertirse en funcionarios estatales. Comprobé la desmedida privatización de servicios mediante la contratación de empresas altamente concentradas, cuya dotación agregada era incluso superior a la del gobierno federal. Registré que el estado de California encerraba más prisioneros que Francia, Japón, Alemania, Gran Bretaña, Holanda y Singapur juntos, y que muchas de sus cárceles eran privadas. Me enteré de que los grupos de presión gastaban 7 millones de dólares por día en intentar orientar las políticas gubernamentales en beneficio de sus miembros; o de que solo en 2005, el Pentágono envió a 36.000 militares y personal civil a participar en 6600 conferencias en el mundo, a un costo de casi 80 millones de dólares.
No es fácil contrarrestar con la prédica el deletéreo efecto combinado que estos y otros procesos generan en la opinión pública, ni lo resuelve el marketing político o una feliz estrategia comunicacional. Para colmo, la instalación de esta visión negativa en la percepción ciudadana impide descubrir los bolsones de excelencia que, sin duda, existen tanto en el sector público de EE.UU. como en el de los de los países del mundo menos desarrollado.
En América Latina y el Caribe, el 75% de los ciudadanos reconoce tener poca o ninguna confianza en el gobierno. A pesar de los enormes progresos en la digitalización del sector público, todavía se necesitan invertir más de 5 horas para completar un trámite con la administración pública, con extremos de 2 horas en Chile y 11 en Bolivia. Un 30% de los latinoamericanos admite haber pagado un soborno para acceder a un servicio público. Sobre todo la gente de menores ingresos, que es la que más evita hacer un trámite. Mientras el 42% de las personas con estudios universitarios hace al menos un trámite al año, solo lo hace en promedio el 16% de la población, lo que invita a pensar que los programas públicos pueden no llegar a todos los potenciales beneficiarios.
Si bien la visión ciudadana acerca de sus gobiernos se forja, en parte, en los contactos que cada individuo establece como usuario de servicios, contribuyente o votante, muchos otros factores al margen de un pobre desempeño institucional, también contribuyen a construir una negativa imagen colectiva: shocks de alto impacto global, extrema polarización política, creciente desigualdad o declinante movilidad social. El deterioro de la economía es, también, un factor coadyuvante. Según datos del Latinobarómetro, entre 2009, cuando aún se vivía el boom económico, y 2018, año de crisis, los niveles de aprobación gubernamental en la región cayeron de un 60% a un 32%.
Se aduce que confiar en el gobierno es en el propio interés ciudadano, porque cuanto mayor es la confianza, mayor la disposición a invertir y gastar, que es lo que mueve la economía. También promueve una conducta fiscal honesta y un cumplimiento más estricto de las normas. Pero todo indica que esa confianza está en crisis en todas partes y los gobiernos han sido en buena medida responsables de esa debacle. La desconfianza ciudadana supone vulnerabilidad personal frente a la incertidumbre acerca del futuro comportamiento gubernamental. No hay certezas y, por lo tanto, es lógico esperar que la desconfianza aumente.
Confiar en el gobierno es apostar a que sus futuras acciones faciliten y mejoren nuestro vínculo con sus instituciones; a recibir mejores servicios y prestaciones y a que promuevan el bienestar colectivo. Pero esa confianza no puede ser solo un reflejo pasivo de lo que decida hacer el gobierno para generarla. En la era de la información y las redes sociales, la ciudadanía se está convirtiendo en protagonista frente a su agente, el gobierno, para exigirle de mil formas -sobre todo a través de la movilización social- que haga lo necesario para merecer su confianza,.
Las protestas ocurridas en Chile, Bolivia, Ecuador, Colombia y Haití, además de las registradas antes en Honduras, Perú, Venezuela y Nicaragua -sin importar el signo político del gobierno-, hablan a las claras de que la ciudadanía dejó de ser una masa pasiva y manipulable. Sea por la creciente desigualdad, por la escasez, por la corrupción o los abusos del poder, la sociedad civil reclama a sus gobiernos por la falta de adecuada respuesta a sus demandas. “Sorprende que el malestar tardara tanto en manifestarse”, opinó Joseph Stiglitz. Y todo augura que ese clima de hastío frente a la inequidad, el subdesarrollo y la ingobernabilidad se disipará solo cuando los gobiernos comprendan que la exigencia de apertura, participación cívica y rendición de cuentas, propia de una sociedad abierta y democrática, no es una moda propiciada por los académicos, sino una filosofía de gestión pública que deberán adoptar y respetar; y que la movilización ciudadana y la acción de sus organizaciones sociales llegaron para quedarse.
El día que los gobiernos lo comprendan y actúen en consecuencia la frase “suficientemente bueno por tratarse de un producto o una tarea realizados por el gobierno” probablemente recuperará su sentido primitivo.
Investigador superior del Conicet y de Cedes
Por: Oscar Oszlak
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