Se necesitan funcionarios de carrera

La calidad de un gobierno depende de la calidad de las políticas públicas que decide y ejecuta. Cada decisión supone una secuencia preparatoria que va desde la recolección, sistematización e interpretación de la información hasta la presentación de alternativas. La implementación requiere conocimientos específicos, técnicas más o menos sofisticadas, interacción entre redes de asuntos y vínculos con actores. Para ello el Estado cuenta con una burocracia de cuya capacidad depende la calidad de las políticas públicas.

Dentro de ese conjunto es clave la franja gerencial, un conglomerado heterogéneo distribuido por toda la administración y compuesto por los “cargos con funciones ejecutivas”. Según la normativa, esos cargos se proveen por concurso y se reconcursan cada cinco años. Pero, en forma creciente desde 1999, se designan por la vía excepcional. Los requisitos de los puestos son muy rigurosos, pero las designaciones transitorias suelen efectuarse con un doble mecanismo de excepción: al procedimiento y a los requisitos.

La totalidad de los cargos con funciones ejecutivas comprende tres subconjuntos: por un lado, están aquellos que alguna vez concursaron, pero cuyo período venció y fueron renombrados sucesivamente por todos los gobiernos. A priori se trata, en general, de personas con alta capacitación aquilatada por una larga experiencia, valor clave sobre todo cuando se carece de memoria institucional. En segundo lugar hay funcionarios que fueron designados excepcionalmente, pero que adquirieron legitimidad de ejercicio por su capacidad y fueron redesignados varias veces. Y finalmente hay un subconjunto variable que se debe a designaciones puramente políticas, cuya racionalidad obedece a los más variados motivos. El régimen transitorio trata a todos por igual, exigiendo un deber de lealtad asociado a la amenaza de la no renovación del nombramiento.

La consecuencia más perniciosa del sistema es el alto grado de politización de la gerencia pública, con la previsible secuela de baja calidad de gestión y el elevado riesgo moral frente a casos de corrupción.

En primer lugar, la politización empieza en la pérdida de autonomía que supone la sujeción prácticamente completa hacia los superiores políticos. Las designaciones transitorias se efectúan por seis meses, quedando la renovación a discreción del funcionario político. Otras medidas contribuyen a la politización de los cargos. A través de los sucesivos retiros voluntarios, el Estado pierde personal altamente capacitado y debe reemplazarlo por otro menos idóneo designado de modo excepcional. La no extensión de la edad jubilatoria para el personal del Estado impide aprovechar los conocimientos y la experiencia de aquellos gerentes que llegan al límite. Muchos de estos funcionarios manejan cuestiones sumamente delicadas y de alto valor monetario, pero han sido excluidos de los recientes aumentos fijados para el personal del Estado. En síntesis, los gobiernos los tratan como si fueran una posesión propia y les imponen unilateralmente cargas o ventajas desproporcionadas a su responsabilidad.

Las consecuencias en cuanto a calidad de gestión son previsibles. Sin carrera funcionarial, no hay capacidad instalada para las emergencias ni para la normalidad, se carece de memoria institucional y se alimenta la contratación de consultoras, a las cuales no se podrá controlar por falta de gerentes formados y autónomos.

Profesor de Políticas Públicas

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